Échele Cabeza. Una mirada al consumo de sustancias y a cómo se drogan los colombianos

Prólogo: Por Daniel Pacheco. 

Este no es un libro sobre narcotráfico, de los que se han escrito mucho en Colombia. Este es un libro sobre el consumo de drogas en Colombia, de los que se han escrito muy pocos a pesar de ser un país que habla de drogas compulsivamente. Este libro hace aportes nuevos a debates muy discutidos, repite cosas que deben ser repetidas aún más agregando una nueva perspectiva, y se arriesga a ir más allá del análisis, a plantear un camino concreto de cambio para avanzar en un problema que nos ha tenido librando una lucha estática hace más de 50 años. Este es un libro que mezcla la historia, la experiencia de primera mano, la crítica política y de medios, con el activismo político psicoactivo. En ese sentido es raro, sorpresivo, en ocasiones técnico, y afortunadamente desabrochado.

Por fuera del closet psicoactivo

Julián Quintero es una de las personas que mejor conoce cómo se drogan los colombianos. Lo conoce desde adentro, y esto es importante, incluso imprescindible. Quintero es un hedonista sin vergüenza, un consumidor experto, una especie de profeta del uso recreativo de sustancias. Salir del closet psicoactivo es una expresión que se repite dentro de este libro, y Julián rompió ese closet hace rato. Pero volver añicos el encierro moralista alrededor del consumo en este caso fue un acto político. Por eso detrás de estas páginas no hay un psiconauta literario, un Bukowski del alcohol, un Burroughs de la heroína, o un Crowley de la cocaína—aunque creo que Julián estaría de acuerdo con la definición que este último sobre la sustancia que se vuelve una obsesión en este libro: “La felicidad yace dentro de uno mismo, y la forma de sacarla es con cocaína”.

Entonces si bien este no es un manifiesto de un consumidor, o un elogio a las sustancias prohibidas, está escrito por una persona que ha administrado los placeres y dolores de las drogas, un escritor que entiende en primera persona las motivaciones de quienes buscan placer por medio de las sustancias. Es quizá esto lo que permite que este libro tenga una mirada tremendamente original basada, sobre todo, en eliminar el ojo moralista sobre el consumo. Si eso hace que este libro sea inmoral, lo es de una manera refrescante, los es de una manera que logra aportar una mirada esclarecedora de un problema que en Colombia es utilizado en la política y en los medios, como un estandarte de la moralidad para lanzar políticas con resultados inmorales.

Quintero nació en Pensilvania, Caldas, y creció en Pereira. Pensilvania es un pueblo de borrachos ilustres olvidados y políticos fracasados ilustres. Y la tierra jala en las páginas de este libro sobre drogas. Pablo R. Arango, un cronista nacido allá que rescata algunas de estas noches de cantina enlagunadas de Pensilvania, captura un ethos de la masculinidad de ese Eje Cafetero que está en el trasfondo de este libro de Julián Quintero: “Nada está permitido, ni el más pequeño gesto que delate una emoción, excepto si estás borracho. La solución entonces es estar ebrios la mayor parte del tiempo.” Ebrios, trabados, empericados, alucinados. Quintero pone sobre la mesa otra gama de sustancias prohibidas en esta vieja (y en el caso del alcohol, legalizada) discusión sobre la administración del placer, que ahora se posa acá con intensidad sobre las drogas en Colombia.

Haber crecido en Pereira agrega otra perspectiva. Como lo cuenta Quintero, muchos de los jóvenes con los que creció terminaron metidos en el mundo del narcotráfico. Lavaperros de los cuales no queda ninguno vivo o libre. Esta experiencia surge en el libro como una escuela temprana en los fracasos, personales y de cerca, del prohibicionismo. Es una primera intuición de las juventudes perdidas por la guerra contra las drogas distinta a la que surge luego en la vida de Quintero con yonkies colombianos enfermos de VIH y hepatitis C, jóvenes en Pereira, Bogotá y Medellín que comparten agujas gruesas de inyección intramuscular para meterse opioides entre las venas.

Y es esta segunda experiencia, la del activista, trabajador social, director de ONG, la que complementa con un conocimiento de primera mano las páginas de este libro. Sobre el nivel de penetración que este trabajo tiene sobre el autor dejo una anécdota ilustradora. Hace unos años regresé de una conferencia de drogas en Estados Unidos con una camiseta del grupo del Reino Unido Release que dice “Nice people take drugs”, la gente buena usa drogas. Es una campaña desestigmatizadora del consumo de drogas que recopila declaraciones de políticos conocidos y figuras públicas que han consumido en el pasado sin que el destino fatal de los prohibicionistas sobre los consumidores se hubiera cumplido; Obama, Bush, Boris Johnson, etc. Cuando Julián vio la camiseta me pidió que buscara una para regalársela. Me demoré. Cuando lo vi de nuevo meses después se había tatuado en letras grandes el antebrazo, letras que bajaban desde su codo hasta su muñeca, “Nice people take drugs”. El consumo de drogas no es solo un oficio para Quintero, es una vocación, un camino irreversible.

Un mundo libre de drogas es imposible (y sería muy aburrido)

Pero como decía antes, este no es un libro escrito desde adentro. No es un diario de consumidor, no es un reportaje psicoactivo. Hay destellos por momentos en los que sale el hijo de Pensilvania y Pereira, el fiestero y gozador, pero en últimas este es un libro de política y política pública, desde la mirada de la sociedad civil, sobre el consumo de drogas en Colombia. Es una recopilación de cinco ensayos que se nutren de una carrera de dos décadas trabajando con el sector público, el privado y los medios de comunicación en la prevención y reducción de daños asociados al uso de sustancias.

La frustración frente a la ignorancia, frente al absurdo de políticas que han sido intentadas una y otra vez, con nombres distintos, pero con fracasos trágicos muy similares, marca el camino de todos los ensayos.  Una reunión con un concejal de Medellín, médico para más vergüenza del señor Ramón Quintero, quien a pesar de ser enfrentado con la evidencia de que los consumidores de heroína de Medellín tienen tasas de VIH más altas que el promedio nacional declara que no se necesita un programa de intercambio de agujas porque “quien tiene para el whiskey tiene para el hielo”.

Frustración frente a la mediocridad de los medios nacionales de los que Quintero es fuente recurrente, mal citada y tergiversada. “Todo comenzó por un brownie” de la revista Semana, una historia que construye un relato generalizado sobre los peligros ciertos del consumo de todas las drogas  (incluyendo las legales), pero que según las cifras oficiales representa lo que le ocurre solo a menos del 1% de la población, que es la que desarrolla algún consumo abusivo.

Esta aritmética es clave. Digamos, y permítanme cierta soltura con las cifras, si más o menos el 10% de la población colombiana ha consumido alguna droga en su vida, la gran mayoría marihuana, y de ese 10% solo el 10% desarrolla algún consumo problemático, entonces “el problema de las drogas”, “el flagelo contra la juventud”, se reduce a un problema del 1% de la población que desarrolla adicciones problemática y consumos abusivos. Súmele a eso que a pesar de 50 años de prohibiciones y represiones la cantidad de gente que consume no ha disminuido, todo lo contrario.

Y ese aumento, siempre visto bajo el lente de la desintegración social, tiene muchos matices que surgen, tal vez por primera vez para el caso colombiano, desglosados de una manera sistemática en este libro. Los consumidores experimentales, funcionales, recreativos y problemáticos. Consumidores de marihuana, de Yagé, de basuco, de NBOME, de LSD, etc. Los consumidores con estómagos vacíos, tristes, acompañados, o solitarios. Estas son categorías que provienen no solo de noches de fiesta propia, que las tiene Quintero ya con un par de arrugas y canas, pero sobre todo de haber estado trabajando en fiestas hace más de 10 años. De haber organizado con su equipo de Échele Cabeza el primer y  único servicio de testeo de sustancias en espacios de fiesta y fuera de ellas. De haber instalado los primeros programas de intercambio de agujas y espacios seguros para consumidores de heroína en varias ciudades colombianas. De conocer los vericuetos de la Dark Web, donde se pagan con cibermonedas drogas de todos los tipos. Y sobre todo, de ver cómo hay chicos en el país que se matan cuando lo único que buscaban era placer en medio de un país prohibicionista. Muertes que le duelen sobre todo porque pudieron haber sido evitadas.

De esta frustración se desprende la obsesión de Quintero por la reducción de daños. Por despojarse de miradas moralistas y atender con realismo la realidad de que hubo, hay y siempre habrá gente que buscará placer con las drogas, y que algunos de ellos tendrán problemas que afectan los afectan a ellos y a la sociedad que los alberga. “Un mundo libre de drogas no es posible”, dice Quintero al rematar este libro, “necesitamos un mundo que conviva con paz con las drogas”.